Tenía, mi casa de mi mamá, mi casa de mi papá, mi casa de mi novio, mi casa mía............ Departamento en Palermo. Perfecto para una recién independizada. Antiguo pero modernizado por un arquitecto, su propio dueño. Techos altos, con molduras redondeadas, acogedoras, como si al entrar te recibieran diciéndote: bienvenida. Me enamoré ni bien entré. Del departamento. Y de él. Apretón de manos, una sonrisa, varias miradas directo a mis tetas, y a mi panza, que se asomaba inapetente, entre el pantalón negro y la musculosa celeste, de lycra, y "trato hecho". Te dejo hasta las sábanas puestas en la cama, la licuadora que no funciona, planos de la época de facultad en el placard, algunas camisas colgadas (no te molesta no?), cuando regrese a la Argentina me llevo todo. Y te llevo a vos. O no me voy nada y nos quedamos los dos. Después vemos.
Ahora mi papá vive en el exterior con su nueva esposa y mi hermanito. Mi mamá vive en la casa de su marido. Mi hermana se independizó. Mi novio se mudó a Mendoza y "esta también es tu casa" y "te super agradezco tu generosidad", pero yo no la elegí. Ni elegí esa mesa de madera clara, ni esas sillas, tan pesadas y poco saludables (cómo algo que tenés que mover todo el tiempo, para sentarte, para pararte, resulta más pesado que tu propio cuerpo. Ridículo). No elegí sus cortinas, ni la alfombrita del baño, con una flor en el medio (yo quería aquella otra con un pez, aunque ésta no está tan mal). No elegí la estufa de "leños" artificiales. Que atentado al buen gusto, a la estética, leña que no es leña. Como dejar las flores en un florero, pero con el celofán en el que vienen envueltas. Como ponerle una funda negra al sillón que compraste, blanco. Como usar una remera con la etiqueta puesta.
Esta vez voy a llevar mi exprimidor blanco y rojo y esa ensaladera, que me regalaron cuando me fui a vivir sola y sí tenia mi casa (mía). Como una manera de intentar tomar posesión, sentir que pertenezco un poco a esta casa tuya, que "también es tuya" (mía), pero no tanto. Así como lo intento con esa lata de café edición limitada que usamos de portalápices y que en ese rincón de la biblioteca intento convertir en mi lugar, con mis marcadores, mi cartuchera, la abrochadora (también tengo una abrochadora que va y viene conmigo cada vez que viajo). Algunos objetos desparramados por ahí, como por descuido, pero no: demaquillante de ojos en el botiquín, un par de aros y una cadenita, en una caja minúscula sobre la cómoda.
Yo voy y vengo por elección propia, con mi almohada y mis bombachas, con mi exprimidor blanco y rojo, mi ensaladera, mis guantes de lavar los platos. Marco territorio con mi lata para los lápices y cuando me vuelvo decido, si la dejo ahí o me traigo esa parte de tierra conmigo. En cambio, María no pudo llevarse ni siquiera su muñeca. La única que tenía y la única que quería. Su más preciada beba sin llanto. No hubo tiempo, la muerte asechaba. Volvió quince años después. Y no la encontró. Y todavía la busca en cada vidriera. Y todavía la llora.