martes, 21 de julio de 2009

Sueño "bailable"

Yo asistía a uno de esos centros en los que se hacen tratamientos psicológicos. Era más económico que concurrir a un consultorio particular, pero tenía menos sesiones y de menor duración cada una.
La profesional con la que me tocaba, tenía los típicos rulos de estudiante de la UBA de la década del ochenta. Y era pelirroja.
El consultorio no era un "típico consultorio", con escritorio, sillas, un diván. Parecía un bar. Era un bar. La licenciada, tomaba un trago y le pasaba brilla metal a un jarrón de porcelana, y desde la barra, me preguntaba:

Qué te trae por acá? Qué te preocupa?

Los hombres. Mejor dicho, las relaciones entre hombres y mujeres, le respondía yo. A mi todo me daba miedo, doctora. Imagínese que mi primer beso lo di a los veintisiete años. Ahora no, nada que ver, me animo más. Me animo, bah.

Y qué otra cosa te preocupa?, preguntaba ella, como si todo eso que yo acababa de decir, no fuera suficiente, como si no la convenciera demasiado. Qué te anda dando vueltas en la cabeza ultimamente?

Ultimamente? En la cabeza? Qué me preocupa?
La ansiedad.

En un costado de la barra y en la penumbra de ese consultorio devenido en boliche bailable, había una mujer con pantalón a cuadros marrones y blancos y remera negra, lisa, de manga corta, que debía ser de su marido. Daba la impresión de haber sido mamá hacía no más de tres meses, y unas medibachas gruesas, corridas y color piel, asomaban a través de su pantalón y apretaban tanto su abdomen, que yo sentía que el aire, me faltaba a mi.

sábado, 18 de julio de 2009

Sueño vacuno

Nos juntábamos un grupo a terminar el trabajo de literatura que nos habían mandando a hacer para la última clase. Todas mis amigas de la escuela primaria y yo. Y Elsita que no paraba de decir pavadas, como siempre. Ella ofrecía la casa para reunirnos a hacer el trabajo, y cada una llevaba algo para comer. Algunas, porciones de tarta y las calentaban en el microondas, otras, sandwiches de miga, y otras como yo, bifes angostos para hacer en el horno eléctrico que Elsa tenía en el quincho.

La primera reunión fue un caos de voces femeninas que se hablaban en un tono más que elevado de una punta a otra de la mesa. Debatíamos sobre qué tema hacer la monografía para nuestro taller literario: si sería sobre el descubrimiento de las nuevas especies de monos en Amazonia brasileña, sobre el calentamiento global, o sobre el auge de vendedoras de ollas Essen.
Cada una se fue con esos temas dando vueltas en su cabeza y organizamos un segundo encuentro.

Por otra parte, Grace bordeaba el río a toda velocidad con su Corsa cero kilómetro, y desde ahí, vio cómo esa mujer gorda se tiraba al agua porque su lancha se incendiaba.

En un costado de mi sueño, alguien construía el consultorio de un psicoanalista. Las paredes estaban aún sin revestimiento y había bolsas de material por todas partes, y mi pantalón de corderoy negro y mi tapado de paño azul, se ensuciaban con el polvo blanco que todo lo cubría.

Florencia había llegado de España y en lugar de abrazarme, me reprochaba que acá en Argentina, yo era mucho menos amable con ella, que por mail y estando a kilómetros de distancia.
Flor vive en Barcelona, como S. y tenía razón él, cuando aquella noche de despedida, después de "cuatro días de amor en Las Vegas", me dijo: "qué pena, nena, que quince mil kilómetros nos separen".
Y se fue a Ezeiza, y a la media hora del último beso, me llamó desde un teléfono público del aeropuerto porque ya me extrañaba. Y de haber sido más libre, como Santi y su novia norteamericana que conoció en el machu Picchu, yo hubiera abandonado mi escritorio y mi teléfono de telemarketer, agarrado dos bombachas y un libro y me hubiera ido con él. A vivir la vida.

A los cuatro días, nos volvimos a reunir en la casa de Elsa las quince locas chillonas. Me sorprendió no encontrar en el freezer la comida que yo había dejado la otra vez. Mientras algunas comenzaban lo que sería la monografía para nuestro taller literario, unas ponían la mesa, otras servían bebidas en vasos descartables, y dos más hacían barcos con servilletas de papel. En la otra punta de la casa, uno de los mellizos de Elsa, jugaba a la peluquería con Antonio, y mientras intentaba alizarle el cabello con un cepillo redondo y grande, me señalaba riéndose y decía: anoche me comí tu bife.

Sueño sin terminar (me desperté)

Paula regresó de Brasil antes de lo previsto. Ninguno de nosotros tres la esperaba ese lunes por la mañana, cuando de repente se apareció en la terraza de esa casa grande y blanca, cubierta únicamente por su bikini fucsia.
Rey y Pipo ordenaban en diferentes frasquitos, tuercas, tornillos y cueritos, y acomodaban en la estantería oxidada, algunos repuestos de autos que habían encontrado en una esquina del barrio la noche anterior. Yo colaboraba como podía, limpiando los frascos antes de ser utilizados, cebando mate, ordenando alguna que otra chuchería que estaba suelta por ahí.
Al verla llegar, nos miramos sorprendidos, y cuando le preguntamos qué tal había estado el viaje, ella nos miró como si no entendiera el idioma en el que le hablábamos. Parecía borracha, dormida, dopada. Sin siquiera contestarnos, entrecerró los ojos, juntó sus pies descalzos, se llevó una mano a la cabeza, y dijo: alguien vio mi wok?

Papá era como veinte años más joven que ahora, y como en aquellos tiempos, usaba ropas hippies, sandalias de cuero, pelo largo y barba abundante. Estaba sentado en la mesa del comedor de la casa de los abuelos, y comía tranquilo y con pasión, las verduras que había cocinado Paula. Ya tenía en la mesa preparado el postre: una manzana roja sin pelar al lado de su plato de arroz integral.

En un rincón del living, como abandonada, y con las sábanas revueltas, estaba la cama de una plaza, esa en la que la abuela pasó tantos meses en reposo (como seis) y a donde aquel día frío de mayo, velaron al hombre de trigo y miel que se fue de este mundo sin previo aviso.

sábado, 4 de julio de 2009

Sueños después de la internación

Yo viajaba en el colectivo 105. Era uno de esos coches bien viejos, de techo redondeado. Le faltaban algunos asientos y a medida que avanzaba se iba destartalando.
Subía un vendedor ambulante y nos exhibía su mercadería: sábanas de una plaza con diseños infantiles; rosa chicle con la cara de Minnie "para las nenas" y celestes con la cara del ratón Mickey "para los varones".
Además vendía almohadones, que en sus fundas tenían, cada uno, una letra. Yo, como si se tratara de un scrabell gigante, intentaba escribir la palabra "salud", pero me faltaba la última letra y la palabra quedaba inconclusa: "salú", se leía en mis fichas rellenas de goma espuma.

En otra esquina de mi sueño, tres mujeres tomaban sol en Avenida del Libertador y alguna de esas calles que está camino a la quinta de Olivos. Una de ellas tenía un cuerpo divino, recubierto por una piel firme, dorada, lisa y brillosa. Sus dos tetas operadas, completaban la armonía de su delgadez. Eran dos pomelos incrustados exactamente treinta y tres centímetros y medio abajo del mentón.
A su lado, otra mujer no lograba que su cabello largo y castaño perdurara sujeto en el rodete que ella intentaba hacer con un palito chino, de esos de comer. La tercera mujer, era una niña de no más de cinco años, que lo único que hacía era reclamar atención pidiendo a cada rato, agua, chupetines y caramelos. La operada le tenía más paciencia porque la nena hasta casi se le subía a la cabeza y ella, ni se inmutaba, como si meditara, miraba hacia el cielo y hacía respiraciones profundas como rindiéndole tributo al sol. La otra, la de cabello largo y castaño, debía ser la madre porque en un momento se cansó de tanto reclamo de la niña y le dijo algo así como: Agustina, dejate de joder porque esta noche no te llevo a la plaza a ver el show de los payasos.
A sus lados, una tabla de surf y un equipo de mate, formaban parte de sus pertenencias. Ambas fumaban, pero a la que se veía más joven, que era la que estaba operada, el cigarrillo le quedaba mucho mejor y la hacía lucir aún más sexy de lo que era.

Yo estaba en una cantina que quedaba en diagonal al sector que estas mujeres habían elegido como parador. Y desde mi mesa, ubicada junto a la ventana, observaba la escena como si fuera una película de los años setenta. Esa esquina, llena de luz, les regalaba a esas dos mujeres un cielo despejado como techo de sus acciones e ilusiones. Mi escena, por el contrario, se desarrollaba en la sombra, la oscuridad y la humedad, de un bolichón en el que el menú del día eran fideos con tuco, vaso de vino, y flan con dulce de leche de postre. El pan era sin cargo, cosa obvia, pero eso aclaraba la pizarra que estaba en la puerta, y el adicional de crema para el flan, salía "sólo 50 centabos", así, mal escrito con "b".
Yo pedía ensalada de tomate y huevo duro, condimentada con aceite de girasol, sal y orégano, y mojaba el pan en el jugo que se formaba en el fondo de mi ensaladera de aluminio. Tomaba agua mineral que venía envasada en botellas de champagne. La descorchaba triunfante, levantaba mi vaso de vidrio con borde roto, y mirando a las personas que estaban a mi alrededor y a quienes no conocía, con voz fuerte y firme, brindaba: "por la salud, supremo bien".