viernes, 25 de enero de 2008

No racional

Cómo es que una se va a dormir, una noche, de una manera: bien, contenta, aunque un poco molesta por haber hablado tanto tiempo por teléfono, cuando esa es una de las cosas que más le molestan en la vida...........pero incentivada por esas copas de vino blanco y helado, dulce, que cambiaron un poco el rumbo del humor.........y amanece al otro día, que es "a las pocas horas", no más de seis, tan mal, tan deprimida, tan destruida, sin fuerzas siquiera para abrir los ojos, para mirar hacia adelante y andar el camino. Sueños, palabras, imágenes............será que nuestro inconsciente, es como los borrachos, los niños, los locos, y nos dice, únicamente LA VERDAD.
Y nos despierta.
Nos alerta.
Nos sacude.

sábado, 5 de enero de 2008

Pensamientos

Tal vez sea imposible extrañar sin morir un poco.

Tal vez esos ojos que me reflejan tan maravillosa de día, miren a otros en la penumbra de la noche, cuando yo no encuentro a los que busco.

Tal vez enviarle a un ex amor un mensaje con tono melodramático por el día de su cumpleaños, sea patético y de mucha vergüenza. Pero tal vez sea inevitable con todo este vino tinto en mi cabeza, en mi lengua, en mis dedos, que escriben lo que ella les dicta.

Tal vez este detergente con fragancia "poder de la naturaleza" me remita un poco a esas vacaciones inolvidables, de rocas, ríos de agua helada y cristalina, montañas y caballos, cuando todos éramos uno y cada uno éramos todos nosotros juntos.

Tal vez llorar sin consuelo, a pesar del cielo despejado y del sol, signifique que:
se es una persona absolutamente infeliz
se esta muy deprimida
se tiene un síndrome premenstrual inequívoco.

Días como hoy, cuando más que nunca adhiero a esa frase: "a veces sanarse es morir", llega alguien con este postre especialmente preparado para mi y me cambia el humor. Encuentro un motivo más para seguir adelante y no abandonarme en el camino.
Tal vez el arroz con leche, sea también LA FELICIDAD.

Sueño obsesivo

Recién me despierto, con este sueño en mi inconsciente nocturno. Con mucha sed y ansias de que haya vuelto la luz. Intento con mi velador: si, volvió (felicidad). Enchufo la heladera; que fea es la lechuga caliente. Tomo agua para aliviar este calor en mi garganta, y escribo esta historia que aún remolonea en mi cabeza dormida:

Era una casa de dos pisos: la planta alta era mi actual departamento, y la planta baja parecía más un bar que un living, por la distribución de las mesas, que estaban separadas. Era raro: entre los muebles antiguos y con vitrinas por donde se podían ver vasos, copas, floreros, souvenires inservibles de vidrio (la sirenita, el duende, la regadera), estaban las mesas, de plástico blanco, estilo "mueble de jardín", vestidas con mantelería italiana y cintas de raso rosa como si fuera una fiesta de quince.

Había personas como en una reunión, como en un cumpleaños muy informal. Vestían ropa de día de quinta o de club: shorts, musculosas, ojotas de goma, vestidos chorreados por sus pelos que todavía no se habían secado después de la pileta, o la manguera, quién sabe...............abrían sus bolsos y salía olor a shampoo, mezclado con jabón, mezclado con la humedad de la malla, aún mojada, mezclada con el jamón del sandwich que se habían llevado para comer al mediodía, varias horas atrás. Que mal me ponen las migas de pan adentro de un bolso.

Entre esas personas, estaba la hermana de Pola, una maestra mía de la escuela primaria, con su marido y sus hijas que se llevaban varios años de diferencia: la mayor parecía de doce o trece años y la más chica era un bebé de pecho. Ella la acunaba en sus brazos lánguidos y bronceados. "Ella tuvo anorexia", decía Feli, mi amiga de toda la vida desde otra mesa. Feli fue o es bulímica, por eso reconoce como una experta los problemas de la alimentación reflejados en los cuerpos, (ajenos). No se la veía feliz, ni siquiera contenta, con esos brazos de huesos que en lugar de cobijar a su bebé, lo pinchaban, como si fueran las pinzas metálicas y frías de un robot y no las manos amorosas y cálidas de una madre.

Yo iba y venía entre la planta baja y el primer piso. Subía y bajaba las escaleras de madera clara, con ropa de fiesta colgada en perchas y protegida debajo de esos plásticos que te dan en la tintorería. A algunos bebés le ponen esos plásticos en los cochecitos, cuando hace frío o llueve. Me da claustrofobia.

En el primer piso, y del lado de adentro, con la cara pegada a la persiana, yo presionaba en un tick descontrolado la llave de la luz del balcón. La encendía y la apagaba, la encendía y la apagaba, sin control. Como hacía Feli cuando comía. O cuando come. Bajaba y volvía a subir, (dejando a la gente reunida abajo), para chequear el haberla apagado bien.

Cuando la obsesión y el cansancio de recorrer escalones hacia arriba y hacia abajo, estaba por desesperarme, me desperté. Antes de abrir los ojos pude ver que la luz del balcón quedaba apagada. Hubiera sido tremendo si quedaba encendida. No había manera de volver atrás.

Y las obsesiones, si no mueren, te matan.