En la casa de la abuela estábamos mamá, mi hermana, el que en ese momento era mi novio, y yo. Comíamos.
Sonaba el teléfono y atendía él. Al cortar decía _"no era nadie". Se reía, como se ríen los estúpidos que mienten cuando se traen algo entre manos. Yo no le creía. Iba resuelta hacia el aparato de teléfono, que además era un fax con visor, y veía el número del cuál habían llamado: 4904-0404. Decidí llamar yo a ese lugar para averiguar quién era y qué quería. Se escuchaba una voz grabada: "Usted se ha comunicado con la fundación felices los niños"...............Mientras apoyaba el tubo del aparato, absorta, pensando en cómo sería la felicidad de esos niños, por la ventana de la cocina veía pasar a Laurita, la hija de Pitu, la vecina de la otra cuadra. Doce años y un cuerpo de mujer: caderas, espaldas, pechos, todo grande. Tan bien desarrollada y yo con mis
veintiún años, parecía de catorce. ¿No te das cuenta de que ya pasaste los veinte y todavía tenés cuerpo de nena?, me decía, me criticaba, se enojaba, él, el que era mi novio. Y se reía, con esa risa igual de estúpida de cuando atendía el teléfono y mentía: "no era nadie".
Yo llamaba a emergencias, a un lugar de ayuda para animales, porque mi perra, (que estaba encarnada en la que era, muchos años antes, la de mi abuela), "hace horas que no come, mi perrita, la Yapa, no comió más señor", le decía yo desconsolada, a la persona que atendía a la madrugada urgencias caninas.
Felices los niños.
Infancia.
Felicidad?
La Yapa, "que no comió más".
Y vos, qué comes? Lo que sobra, lo que te dan de más. Como premio o como lástima?
Laurita no tenía esos problemas. Ni ese físico tan característico de las que se suicidan (de manera encubierta).
La mentira.
La desconfianza.
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ese paraíso soñado. Y por suerte o por desgracia, perdido.