Mi prima le preguntó a su mamá: _mañana, tendrá pasado?
Había más frases dichas por ella, escritas en la pared, en lápiz rojo, al lado de la cama alta. Pero ahora, no me las acuerdo.
Y había además, una colcha de verano, con flores negras y verdes. Y sobre un estante, más alto que la cama, (era claro el acolchado?), una pulsera que un día agarré sin permiso (eran verdes y negras las flores?). Y me retaron un poco. Y me dio vergüenza. Pero qué linda era esa pulsera.
En esa cama alta dormimos mamá y yo la noche que nos fuimos (tuvimos que ir) del departamento de Navarro abandonando a la deriva nuestras cosas envueltas en diario, guardadas en canastos de mimbre.
El techo blanco estaba muy cerca de mi cara, de mi nariz.
Alrededor, todo giraba.
Me daba un poco de vértigo.
El techo blanco.
Tan cerca.
El silencio.
Yo mantenía los ojos abiertos. Como para verlo llegar, cuando volviera, y avisarle que estábamos ahí, a metros del suelo de madera, en las alturas de una cama. Pero no regresaba. Y yo me dormí. Con los ojos abiertos. Hasta cuándo me dormí?
A los pocos días sonó el teléfono.
Yo jugaba en la vereda. Con mis trenzas que todavía eran rubias.
Mamá gritó y lloró.
La abuela salió a la puerta. Me dijo algo al oído. Un secreto compartido.
Yo grité.
Y salté.
(Tenía puesto un short azul marino y una chomba de piqué, blanca).
Y después lo vi bajar de un taxi. Doblado al medio.
Me dio pena y tristeza.
Me llevé las manos a la cara, a la boca, y caminé hacia atrás. Toparme con el mármol negro y frío del umbral de la puerta de la casa de los abuelos, me hizo reaccionar.
Le ofrecí un poncho marrón para que se cubriera los hombros y le dije: querés agua?
Creo que ahí recién me desperté.
Pero nunca más pude dormir con los ojos cerrados.
Ni con la luz apagada.
No al menos, sin miedo.