Casa de Devoto.
Yulai ordenaba libros en el tallercito de adelante. Los limpiaba uno a uno con una franela de gamuza, naranja.
Yo bajaba las escaleras de mi cuarto, él único que estaba en la planta alta, haciendo ruido con mis pies en cada escalón, esos que crujían como queriendo decir algo.
Estaba por entrar a bañarme, pero antes, me daba cuenta de que, metros más adelante, la puerta de la cocina estaba abierta. De las cuatro hojas del postigo rojo, que iba del piso al techo, sólo tres estaban cerradas. Y la puerta de vidrio, también, abierta totalmente. Por ese espacio, un cuadrado perfecto de luz entraba desde el jardín.
Agitada y exaltada, llamaba a Yulai. Ella abandonaba la franela naranja y los libros, y en un afán por descubrir qué me pasaba, o qué sucedía allá, en el fondo de la casa, me seguía casi corriendo y me acompaña a cerrar la puerta de la cocina que daba a la galería que antecedía al jardín, en el que esa noche, el silencio, el frío y el rocío eran tajantes.
No se escuchaba ni un sólo grillo, ni a los gatos vecinos peleando como casi todas las noches, o amándose, quién sabe, ni el sonido que solían hacer las hojas del ciruelo al acomodarse para dormir.
Yulai corría detrás mio y casi no podía alcanzarme. Una vez en la cocina, y ya con el postigo rojo cerrado, yo me tranquilicé. La miré como diciendo: "listo, triunfamos". Ella se apoyó como en un gesto de resignación sobre el mueble de algarrobo, en el que descansaban frascos con especias, tazas y platos blancos, y la caja de madera en la que guardábamos el pan, y me dijo: por correr así, tan rapido, al final te paralizás.