Camino a la quinta, escuchábamos a Serrat. Demasiado fuerte para mi gusto, llegaban a retumbar los parlantes adentro de la camioneta, pero estaba bueno igual, le daba una energía elevada al viaje. Al costado, en la ruta, los árboles iban quedando uno a uno atrás, pero siempre había nuevos adelante.
Me tomabas prueba de sumas y restas, pero no me dejabas contar con los dedos, me decías: hacélo mentalmente. A mi eso, y aunque vos no pudieras creerlo, todavía no me salía. Pero si yo dejaba las manos quietas, con los dedos bien rígidos sobre mis piernas, eso si me dejabas. Yo desde mis ocho años, te hacía trampa, y un poco me sentía culpable y otro poco sentía que triunfaba: contaba igual, contaba uno a uno mis dedos, que estaban estirados sobre mis muslos infantiles y aprobaba todas las cuentas que me dabas para resolver: ocho más dos, seis más cuatro, y hasta nueve más quince, que era de las más difíciles.
Pasábamos la tarde en la pileta. Cuando terminé mi leche con chocolate y mientras me limpiaba de las manos el pegote del azúcar del último pan de leche que me había comido, empezaba a caminar hacia la carnicería. Diez adultos no eran capaces de resolverlo y me mandaban a mi a comprar las cosas para el asado de la noche.
En la poca luz que había adentro de ese negocio de pueblo,y cuando yo estaba despojada de la mirada de los otros, de algún otro, el perro malo con colmillos filosos, que me husmeaba, me respiraba cerca, y quería atacarme, se convertía en un coquer de orejas largas y rulos, marrón claro, cuando alguien intentaba traspasar las cortinas de plástico y de colores, esas que no evitan que entren las moscas y se posen en el mostrador, la rejilla que huele mal, los huevos.
Vos y tu clienta, tu amante, no me prestaban atención, porque mientras se hacían los que buscaban leche en las heladeras del fondo, vos te la cogías entre los pollos y la carne que aún chorreaba sangre, entregándole tu sexo duro por debajo de su pollera corta, de jean, deflecada, y ella gemía y gritaba como una gata en celo, y así era imposible defender a esa niña de los colmillos más grandes y filosos del mundo.
Yo no aguantaba más esa situación: el calor que hacía en ese negocio, las moscas revoloteando atontadas, los gemidos que llegaban sordos a mi oídos, y decidía irme, excusándome para nadie: _ perdón, tengo miedo.
Salía a la calle, y en el apuro, la desesperación, la angustia y la bronca, me caía en la vereda, rodaba hasta el cordón y terminaba con mi cara en la zanja con agua podrida. Olvidaba mis ojotas de goma, marrones como el coquer, adentro del negocio.
(Durmiendo, me picaba todo. Vos me querías convencer de que eran los mosquitos de mi casa, pero para mi, eran las pulgas del perro).