domingo, 22 de febrero de 2009

"Dulces" sueños

Llegué a las cuatro de la mañana de un casamiento, empapada y con frío, y como hacía cuando era adolescente y volvía de bailar, me hice un tazón de té sin leche y como mil (como cinco, bah) tostados de queso. Abrigada como en invierno, con jogging, camiseta y medias, como si dos días atrás no hubieran existido los cuarenta y dos grados de sensación térmica que terminaron con la vida de un señor de no sé donde, me contó mi hermana. Al sillón del living, a entrar en calor a fuerza de té y tostados y ver Fashion Tv, y qué chicas tan monas, y qué peinados, para la próxima fiesta me peino así.
Un sueño tremendo y ganas de irme a la cama sin lavarme los dientes, como cuando era chica y algún fin de semana, volvíamos con mis papás de una salida y como me dormía en el auto, mi mamá me sacaba la ropa y bueno, "sólo por esta noche podés no lavarte los dientes". Era como un premio.
Pero no tengo cinco años, ni volví dormida en una rural familiar color verde seco, ni mi mamá me quitó la ropa esta noche, y me da tanta culpa, que total, si son dos minutos más. Me los lavo.
Cinco de la mañana y a la cama. En el edificio todo el mundo duerme. Al perro del quinto hoy no se le dio por llorar, y la (perra) del tercero no trajo a su novio esta noche. O si lo trajo, se amaron mientras yo y dos amigas más, esquivábamos piropos de cuarta, provenientes de rugbiers borrachos en una fiesta, y criticábamos a las más allegadas de la novia: que cómo con esas piernas te vas a poner un vestido tan corto, que faja colorada no se usa, que con esas tetas se tendría que haber puesto algo que levante, no esa tela de satén que lo único que provoca es que parezcan más caídas de lo que las tiene. Que si te vas a poner un vestido tan ajustado, usá colaless, o directamente no te pongas bombacha. G. no lo podía creer, pero yo una vez fui a un casamiento sin bombacha porque el vestido era tan ajustado, y me quedaba tan bien, que no tenía sentido arruinarlo con las marcas de una tanga.
Cuestión, que me dormí mientras recordaba los kilos de mousse de dulce de leche que me había comido en la fiesta, y soñé con los abuelos.

Tenían un kiosco. Se los veía mucho más saludables y jóvenes que en los últimos años. El abuelo sin tanta panza, pero con el pelo blanco y duro por la gomina, de siempre. La abuela acomodaba los Sugus por colores, en unas compoteras transparentes. Yo había interrumpido mi clase de teatro que se dictaba en un jardín de infantes que estaba enfrente del kiosco, para que ellos dos, pudieran ir a retirar unos trajes a la tintorería. "Yo les atiendo el kiosco, vayan tranquilos".
El profesor de teatro, me llamaba desde la clase, al teléfono público del kiosco: puedo pasar por ahí, me decía, necesito hablar con vos. Cuando cruzaba, sentados frente a frente en una mesa, con un termo, un mate y un paquete de bizcochos de grasa entre nosotros, me sugería que si yo me ocupaba de enviar por mail los libretos de las nuevas escenas a mis compañeros, él me ayudaba a armar mi último personaje. Acto seguido, me daba la llave del estudio de teatro, para que yo la próxima clase, le fuera abriendo la puerta a los alumnos, por si él llegaba unos minutos tarde. Yo no quería asumir esa responsabilidad: "si voy a ser tu asistente y me vas a pagar por eso, si, si no, yo con llaves de casas ajenas, no me quedo", estaba por decirle, pero Nelly, de la planta baja me sacó de mi sueño de golosinas, diciendo una pavada enorme como una casa: "a Dieguito el sushi le encanta. Pero para mirarlo, no para comerlo".

No quería mirar la hora. Pensaba que eran las ocho de la mañana y que me esperaría un día en el que estaría absolutamente abombada por no haber dormido ni tres horas seguidas.
Pero no, eran las cuatro y media de la tarde y seguía lloviendo como cuando llegué de la fiesta. Me levanté, me hice un tazón de té sin leche y como mil (como cinco, bah), tostados de queso. Me abrigué como en el invierno, con jogging, camiseta y medias, y me fui al sillón del living a esperar que el domingo, finalmente llegara a su fin.