Mis papás nunca me quisieron comprar una Barbie cuando era chica. No al menos la "típica" Barbie: rubia, flaca, con ropa de ensueño, lindo culito, tetas. Ambos decían que muñecas así fomentaban la anorexia. La qué?.
Pero, cuando ya no me aguantaban más con el discurso de que "todas mis compañeras tienen una Barbie tropical", para un cumpleaños, accedieron a que mi abuela me regalara una. Pero no de las "típicas".
Me daba vergüenza llevarla al colegio cuando le festejábamos el cumpleaños a las muñecas. De entrada ya venía en una caja que parecía más de chinelas que de otra cosa. Era negra. Más alta y gorda que la Barbie común. Daba más un patovica que una mujer. Con pelo mota y una mirada tenebrosa. La ropa, pollerita y top, en un estampado psicodélico, azul y fucsia estridente.
Era verano y cenábamos los cuatro en el jardín. El regador giraba a nuestras espaldas, y el rocío nos hacía sentir algo de alivio en esa noche calurosa y estrellada en la que no corría una gota de viento. Comíamos sandwiches de pan lactal y papá se paseaba en calzones por la casa, mientras me mandaba a mi, a que me pusiera algo más largo "porque se te ve la bombacha".
_Cómo que no comen esas chicas? Eso es imposible, si tenés hambre, no podés no comer. Yo si no como me muero. (Me muero). Y se ven gordas? Cómo que "se ven".
Mamá tenía para corregir en casa, la monografía de unas alumnas de la facultad: La Anorexia Nerviosa.
Ese fue el primer vistazo.
Después vino lo peor.
A la Barbie, al final, la guardé en el placard de arriba de todo, en el fondo de una caja con sweaters que ya no usaba. Con muchas bolitas de naftalina.
Pero lo peor, eh?