sábado, 3 de noviembre de 2007

Mujer de nadie

Lavaba los platos y lloraba, ignorando el verde del jardín, sin entender cómo habían ido sucediendo las cosas para llegar a ese momento en el que ya sin él, su marido durante veintitrés años, su primer novio y único hombre, tendría que encarar su vida.

Para quién haría los agnolotis de los domingos, con crema. Para quién el flan casero, mixto. A quién le plancharía las camisas, de ahora en más. A quién esperaría despierta, hasta la madrugada, venciendo el sueño, cosiendo botones en los guardapolvos de sus hijos, o acomodando los libros en la biblioteca. Hacer todo eso sin esperar a nadie, no tendría sentido ya. Y tantas cosas no tendrían sentido, ahora que era, mujer de nadie.

Una mañana se despertó y sintió que todo tenía otro color. Tenía ante sus ojos todo ese verde que al que le dio la espalda cuando lloraba sin consuelo.
Cambió el pijama por una pollera negra y una remera. Ni tan corta una, ni tan escotada la otra, (no todavía , se dijo frente al espejo, que le devolvía unos pechos turgentes aún, a pesar de los años y las penas del corazón). Se peinó, se maquilló, se puso aros nuevos y un collar que no le había regalado él. Se subió a unos tacos tan altos, como para poder alcanzar con ellos, su sueños, que sobrevivieron a la congoja. Y se fue a la milonga. A buscar nuevos sentidos.