martes, 15 de septiembre de 2009

Despedida de soltero

Viste que algunos colectivos tienen asientos enfrentados, así como en los trenes. El otro día viajé en uno de esos. Yo miraba hacia adelante, por supuesto, porque si no, me mareo y no vale la pena tomar un Dramamine por un viaje en colectivo desde Villa del parque al centro.
Frente a mi, dos hombres, que entre ellos, se conocían. Y charlaban. Sobre todo charlaban: de sus esposas, del trabajo, del fútbol, de la inflación, de cómo manejarían a la selección, si ellos fueran Maradona, de sus hijos, de las próximas vacaciones. Había tan poco espacio entre sus rodillas y las mías, que nuestros pantalones se rozaban. Qué incómodo. Como compartir la mesa de un bar con gente desconocida. Cuando era chica, íbamos con mis papás a un restaurante vegetariano en el que las mesas eran largas y la gente se sentaba junta, aunque no se conociera. Eran mesas de madera, largas, en lugar de mantel, tenían individuales de papel color madera, y las paredes estaban pintadas de muchos colores vivos, y abundaba el arroz integral y las verduras hervidas al vapor, y se respiraba sahumerio, y todo tan hippie. Me incomodaba que fuera de esa manera, prefería ir a restaurantes "comunes" en los que la mesa fuera sólo de mi familia. Y en el colectivo, también, me ponía mal escuchar, aunque fuera por accidente, o por la cercanía forzada, la conversación que estos dos señores llevaban a cabo durante el arduo viaje al microcentro, yo sentía que de esa manera me estaba metiendo en sus vidas, como si espiara por las ventanas de sus casas, o mirara detrás de la cortina del baño, pero sinceramente, no estaba dispuesta a viajar parada una hora y media. Para evadirme un poco y hacer de cuenta que no escuchaba, miré hacia un punto fijo en el piso, clavada la mirada en el mocasín marrón de uno de ellos, y me evadí en el sueño que había tenido la noche anterior:

Rey volvía definitivamente a Buenos Aires, con su novia, que no era gorda como en el sueño anterior, ni japonesa. Pelo negro, eso si. Yo dormía en un colchón al lado de la cama de una plaza de Rey, esa que tiene desde que es niño y aún está en el que era su cuarto, en la casa de sus padres, junto con las fotos del jardín y los robots a control remoto.
Su tío estaba muy enfermo y tenía vendas y curitas en varias partes del cuerpo, y su boca y su nariz, estaban cubiertas por un barbijo hecho de cemento.
Elsa, la madre de Rey, tomaba entrevistas a mujeres que luego, además de limpiar la casa, cuidarían de su hermano. Se presentaban chicas y señoras de todo tipo y edad, desde jovencitas de no más de dieciocho años, hasta mujeres gordas y con restos de permanente y claritos en sus cabezas, de cuarenta y pico.
El tío de Rey, salía de la cama, ayudado por los últimos hilos de voluntad que asomaban a través del muro de su enfermedad, y le tocaba el culo a las chicas, "para chequear si están capacitadas o no para trabajar en mi casa", decía, y se reía como un loco, como un borracho, como un enfermo.
De todas las que se presentaron, y después de negociaciones entre Elsa y su hermano, quedó Eugenia, que era de las más chicas, y eso era justamente lo que a Elsa no la convencía demasiado, pero que aparentemente, fue de las que más se dejó tocar el culo, porque el tío hasta se puso a llorar y pedía de rodillas: "por favor, que sea ella".
Al rato, llegaba Rey con un grupo de amigos y amigas. Era la despedida de solteros de ellos dos, de Rey y su novia nueva. Aparecían disfrazados, como si fueran el cuerpo de baile de un teatro de revista, o de una murga, o no sé qué mierda, y yo me preguntaba, a dónde había quedado el hombre de pelo en pecho, que "el día de su despedida de soltero, se iría de copas y putas durante una semana entera", tal cuál lo decía él. Rey parecía un muñeco de torta, con traje de razo color champagne y galera de granadero, un mamarracho total, que a mi me daba un poco de vergüenza y otro poco de lástima.
En medio del barullo de la batucada, los bombos, los platillos, y el cuerpo de baile venido a menos, decidí levantarme de ese colchón de una plaza, que estaba tirado al lado de la cama de Rey, en el suelo, y en el cuál yo dormía o intentaba dormir. Me paré, lo mire a Rey a los ojos, él me hizo un guiño y sonrió, como diciendo, y qué le voy a hacer. Caminé hacia la puerta, así como estaba, musculosa de morley y bombacha de algodón blanca, y dije: mejor me voy.
Elsa me acompañó hasta la puerta, me abrazó y refiriéndose a la nueva novia de Rey, me dijo: acá en casa la tuvimos que aceptar, pero todos te queremos y extrañamos a vos. Igualmente, lo único que importa, es que no es negrita.

De repente, la voz grave de uno de los hombres que rozaba mis rodillas sentado enfrente mio, me hizo volver a la realidad: "Y a la nueva, vos le viste el culo a esa mina". "Muy buen culo", agregaba el otro. "Un cargamento", volvió a hablar el primero. Miré por la ventanilla y ya estábamos en Avenida Corrientes al mil novecientos, casi me paso. Me paré, toqué el timbre y me bajé del colectivo. Aún en plena avenida, y con la cantidad de autos, y gente, y vendedores ambulantes, y volanteros, y carritos con pochoclos, y garrapiñadas, y el calor que emanaba de cada boca de subte por la que pasaba cerca, el aire que se respiraba, me sentaba bien.