sábado, 4 de julio de 2009

Sueños después de la internación

Yo viajaba en el colectivo 105. Era uno de esos coches bien viejos, de techo redondeado. Le faltaban algunos asientos y a medida que avanzaba se iba destartalando.
Subía un vendedor ambulante y nos exhibía su mercadería: sábanas de una plaza con diseños infantiles; rosa chicle con la cara de Minnie "para las nenas" y celestes con la cara del ratón Mickey "para los varones".
Además vendía almohadones, que en sus fundas tenían, cada uno, una letra. Yo, como si se tratara de un scrabell gigante, intentaba escribir la palabra "salud", pero me faltaba la última letra y la palabra quedaba inconclusa: "salú", se leía en mis fichas rellenas de goma espuma.

En otra esquina de mi sueño, tres mujeres tomaban sol en Avenida del Libertador y alguna de esas calles que está camino a la quinta de Olivos. Una de ellas tenía un cuerpo divino, recubierto por una piel firme, dorada, lisa y brillosa. Sus dos tetas operadas, completaban la armonía de su delgadez. Eran dos pomelos incrustados exactamente treinta y tres centímetros y medio abajo del mentón.
A su lado, otra mujer no lograba que su cabello largo y castaño perdurara sujeto en el rodete que ella intentaba hacer con un palito chino, de esos de comer. La tercera mujer, era una niña de no más de cinco años, que lo único que hacía era reclamar atención pidiendo a cada rato, agua, chupetines y caramelos. La operada le tenía más paciencia porque la nena hasta casi se le subía a la cabeza y ella, ni se inmutaba, como si meditara, miraba hacia el cielo y hacía respiraciones profundas como rindiéndole tributo al sol. La otra, la de cabello largo y castaño, debía ser la madre porque en un momento se cansó de tanto reclamo de la niña y le dijo algo así como: Agustina, dejate de joder porque esta noche no te llevo a la plaza a ver el show de los payasos.
A sus lados, una tabla de surf y un equipo de mate, formaban parte de sus pertenencias. Ambas fumaban, pero a la que se veía más joven, que era la que estaba operada, el cigarrillo le quedaba mucho mejor y la hacía lucir aún más sexy de lo que era.

Yo estaba en una cantina que quedaba en diagonal al sector que estas mujeres habían elegido como parador. Y desde mi mesa, ubicada junto a la ventana, observaba la escena como si fuera una película de los años setenta. Esa esquina, llena de luz, les regalaba a esas dos mujeres un cielo despejado como techo de sus acciones e ilusiones. Mi escena, por el contrario, se desarrollaba en la sombra, la oscuridad y la humedad, de un bolichón en el que el menú del día eran fideos con tuco, vaso de vino, y flan con dulce de leche de postre. El pan era sin cargo, cosa obvia, pero eso aclaraba la pizarra que estaba en la puerta, y el adicional de crema para el flan, salía "sólo 50 centabos", así, mal escrito con "b".
Yo pedía ensalada de tomate y huevo duro, condimentada con aceite de girasol, sal y orégano, y mojaba el pan en el jugo que se formaba en el fondo de mi ensaladera de aluminio. Tomaba agua mineral que venía envasada en botellas de champagne. La descorchaba triunfante, levantaba mi vaso de vidrio con borde roto, y mirando a las personas que estaban a mi alrededor y a quienes no conocía, con voz fuerte y firme, brindaba: "por la salud, supremo bien".