Paula regresó de Brasil antes de lo previsto. Ninguno de nosotros tres la esperaba ese lunes por la mañana, cuando de repente se apareció en la terraza de esa casa grande y blanca, cubierta únicamente por su bikini fucsia.
Rey y Pipo ordenaban en diferentes frasquitos, tuercas, tornillos y cueritos, y acomodaban en la estantería oxidada, algunos repuestos de autos que habían encontrado en una esquina del barrio la noche anterior. Yo colaboraba como podía, limpiando los frascos antes de ser utilizados, cebando mate, ordenando alguna que otra chuchería que estaba suelta por ahí.
Al verla llegar, nos miramos sorprendidos, y cuando le preguntamos qué tal había estado el viaje, ella nos miró como si no entendiera el idioma en el que le hablábamos. Parecía borracha, dormida, dopada. Sin siquiera contestarnos, entrecerró los ojos, juntó sus pies descalzos, se llevó una mano a la cabeza, y dijo: alguien vio mi wok?
Papá era como veinte años más joven que ahora, y como en aquellos tiempos, usaba ropas hippies, sandalias de cuero, pelo largo y barba abundante. Estaba sentado en la mesa del comedor de la casa de los abuelos, y comía tranquilo y con pasión, las verduras que había cocinado Paula. Ya tenía en la mesa preparado el postre: una manzana roja sin pelar al lado de su plato de arroz integral.
En un rincón del living, como abandonada, y con las sábanas revueltas, estaba la cama de una plaza, esa en la que la abuela pasó tantos meses en reposo (como seis) y a donde aquel día frío de mayo, velaron al hombre de trigo y miel que se fue de este mundo sin previo aviso.