sábado, 18 de julio de 2009

Sueño vacuno

Nos juntábamos un grupo a terminar el trabajo de literatura que nos habían mandando a hacer para la última clase. Todas mis amigas de la escuela primaria y yo. Y Elsita que no paraba de decir pavadas, como siempre. Ella ofrecía la casa para reunirnos a hacer el trabajo, y cada una llevaba algo para comer. Algunas, porciones de tarta y las calentaban en el microondas, otras, sandwiches de miga, y otras como yo, bifes angostos para hacer en el horno eléctrico que Elsa tenía en el quincho.

La primera reunión fue un caos de voces femeninas que se hablaban en un tono más que elevado de una punta a otra de la mesa. Debatíamos sobre qué tema hacer la monografía para nuestro taller literario: si sería sobre el descubrimiento de las nuevas especies de monos en Amazonia brasileña, sobre el calentamiento global, o sobre el auge de vendedoras de ollas Essen.
Cada una se fue con esos temas dando vueltas en su cabeza y organizamos un segundo encuentro.

Por otra parte, Grace bordeaba el río a toda velocidad con su Corsa cero kilómetro, y desde ahí, vio cómo esa mujer gorda se tiraba al agua porque su lancha se incendiaba.

En un costado de mi sueño, alguien construía el consultorio de un psicoanalista. Las paredes estaban aún sin revestimiento y había bolsas de material por todas partes, y mi pantalón de corderoy negro y mi tapado de paño azul, se ensuciaban con el polvo blanco que todo lo cubría.

Florencia había llegado de España y en lugar de abrazarme, me reprochaba que acá en Argentina, yo era mucho menos amable con ella, que por mail y estando a kilómetros de distancia.
Flor vive en Barcelona, como S. y tenía razón él, cuando aquella noche de despedida, después de "cuatro días de amor en Las Vegas", me dijo: "qué pena, nena, que quince mil kilómetros nos separen".
Y se fue a Ezeiza, y a la media hora del último beso, me llamó desde un teléfono público del aeropuerto porque ya me extrañaba. Y de haber sido más libre, como Santi y su novia norteamericana que conoció en el machu Picchu, yo hubiera abandonado mi escritorio y mi teléfono de telemarketer, agarrado dos bombachas y un libro y me hubiera ido con él. A vivir la vida.

A los cuatro días, nos volvimos a reunir en la casa de Elsa las quince locas chillonas. Me sorprendió no encontrar en el freezer la comida que yo había dejado la otra vez. Mientras algunas comenzaban lo que sería la monografía para nuestro taller literario, unas ponían la mesa, otras servían bebidas en vasos descartables, y dos más hacían barcos con servilletas de papel. En la otra punta de la casa, uno de los mellizos de Elsa, jugaba a la peluquería con Antonio, y mientras intentaba alizarle el cabello con un cepillo redondo y grande, me señalaba riéndose y decía: anoche me comí tu bife.