Hoy me duele la columna. Y un poco la vida. Y no quiero preocuparme pero si, y cuando ya no puedo sentarme ni pararme ni acostarme, ni. Y pensar que yo tenía miedo de morirme cuando me operaron, y lloro de manera descontrolada en los aviones, cada vez que, en el que yo viajo, despega o aterriza. Y cuando uno se va a dormir, acaso no tiene miedo.
"Papá debiera tener una cuenta, un plazo fijo, un colchón no sé, a donde escondía el dinero, vos debés saber algo". Querido, no te ocupaste en vida, qué creías, que la muerte iba a llamarte y advertirte: mire señor que iremos por su padre en dos días y medio, vaya resolviendo el tema de los poderes y las firmas y.
Y como me dolía la columna, y un poco, la vida, mejor me metí en la cama. En su cama. Hecha un bollo, tapada y enroscada como siempre, y con la almohada sobre mi cabeza. Y soñé:
Moria manejaba un camión con acoplado. Yo iba en el asiento del acompañante. Llevaba sobre mis piernas la canasta con el termo y el mate, pero no tomábamos, porque "mirá si te quemás la panza, como tu prima", y yo la verdad, no quiero más cicatrices en mi panza. Era una locura, la cantidad de barbaridades que le gritaban a Moria los hombres que se percataban de que era ella, la que iba al volante: que sos un monumento, que ojalá mi mujer fuera como vos, que estás para re chuparse los dedos, que esto, que aquello. Moria se apretaba la teta izquierda con la mano derecha y les hacía "cuacua", como si su goma fuera una bocina, y todos gritaban como si hubiera hecho un gol el número uno de su equipo favorito, la ovacionaban.
Por otra parte, Marcelo, ya rapado y con su tatuaje nuevo, conducía un show de malabaristas en la kermesse de una escuela de barrio. Las madres de los chicos, chochas, y los padres, se hacían los desinteresados con respecto al famoso conductor del evento, ponían cara de "quién es ese gil", y no podían creer como sus esposas eran capaces de pedirle "al pelado ese", que les firmara un autógrafo en los delantales de cocina.
En una casa antigua, de dos plantas, con paredes amarillas y escaleras interminables de madera, un mayordomo que seguramente se llamaba Jaime, cuidaba a mi abuela Tina, que ya estaba en silla de ruedas porque no podía caminar.
Me desperté sobresaltada, sentía escalofríos en todo el cuerpo, y en mis oídos retumbaba el ruido que hacía el cajón cuando lo metían en el nicho. Me moví y la columna ya no dolía tanto. Me invadió la felicidad que me daba el habernos encontrado con la familia, después de tantos años sin vernos, en una celebración: un casamiento con la novia más hermosa del planeta, una ceremonia para alquilar balcones, y una torta de ricota gigante, nunca vista, y no en el velorio que tuvimos exactamente cinco días después. Menos mal, si no hubiéramos dicho la frase de siempre: para la muerte, siempre hay tiempo.
Me senté en la cama. En su cama. Vi que más allá, en la cocina había vida: la luz encendida y olor a café. Respiré. Y casi sin pensarlo, decidí que no voy a llorar más en los aviones. No tiene sentido.