miércoles, 15 de octubre de 2008

Rey (de corazones)

Resulta que yo estaba por actuar en un show de Stand Up. Con una malla enteriza blanca, parecida a la que usó Yulai en su exhibición de gimnasia deportiva, pero sin las rayas rojas, azules y amarillas, que exigía el uniforme del ateneo en aquel entonces. Me quedaba "pintada", como diría Susy, la dueña de la mercería. Desde los quince años que no usaba malla enteriza blanca. La vestuarista me había dado dos opciones, la negra que uso todos los días para nadar, o ésta, la blanca de mis quince. De ancho me quedaba bien, pero en lo tirante del largo, se notaban los centímetros adquiridos en altura en estos catorce años.

Mientras esperábamos a que terminara de llegar la gente para verme actuar, yo iba guardando en una bolsa, bombachas y corpiños diseñados por C. y se los daba a papá, que tenía pelo y barba, y vestía ropas blancas, como las que usaba cuando yo iba a la escuela primaria y todos mis compañeros de grado me preguntaban: tu papá es hippie?

Vaya uno a saber qué pasó con mi actuación en el show, pero de repente me encontré llegando con Rey, a la casa de Devoto, que en mi sueño no era nuestra casa, sino la de su familia. Sus padres tomaban mate con bizcochos de grasa, sentados en el comedor. Cuca, la amiga de ellos "de los Estados Unidos", estaba avejentada, con el pelo absolutamente blanco, como mi malla, sentada en una silla de ruedas, con el torso replegado sobre sus rodillas. Era como un papel perfectamente doblado en dos.

Rey me conducía hacia el cuarto de mis padres, que en el sueño correspondía a los suyos. Ésta vez estaba dispuesto a serle infiel a su novia (petisa, gorda y japonesa). No pasaba como hace poco, en la vida real, que se negó a verme porque "yo te quiero y me gustás y mejor no", "pero ahora qué te pasa, te volviste fiel, acaso", le recriminaba yo, mientras lloraba a mares y le rogaba, por favor, aunque sea dos minutos en la puerta de tu casa, salís a la calle, te digo algo y chau, si te he visto no me acuerdo, y además te prometo que no te voy a retar de nuevo porque un día creíste que mi flor preferida era el clavel y no el jazmín; con el escosor que a mi me producen los claveles, y cómo vas a confundir una flor tan preciosa, relacionada con el verano, la navidad, los renos y los trineos, con esas otras de cementerio. De nicho. De placa dorada. De muerto y muerte.

Yo no me animaba a hacer el amor en esa cama baja, cubierta con una manta de hilo tejida a mano, y sugería: vamos al cuarto de arriba que no hay nadie. Finalmente subíamos la escalera, pero resultó que en el cuartito ése, estaban cosiendo ropa, y como a él le molestaba el ruido de la Singer venida a menos, nos íbamos a la terraza.
En un rincón, había un colchón viejo de una plaza, de esos de lana, pesados. Tenía manchas de humedad. Me daba asco. Lo tirábamos en el suelo, cerca de la baranda que daba a la calle y nos cubríamos con un acolchado, negro, sucio, destruido, que también habíamos encontrado tirado por ahí, en algún otro rincón, cerca de una rejilla cubierta de hojas secas.
Yo temía que el padre de Rey, al escuchar ruidos, se asomara por la ventana que daba a la terraza con una de sus pistolas de colección, y nos disparara, y muriéramos los dos, abrazados y sin haber aprendido a relacionarnos, (yo sin soportar su abulia, ni las películas de caballos que le gustaban a él, y él sin entender por qué yo no sé disfrutar del ocio, y cómo es que me aburro viendo La Momia), con un tiro cada uno en la frente. Por qué no le avisás a tus viejos que estamos acá arriba?
En el piso de la terraza había una tabla de madera, llena de fiambres. Al lado de nuestro colchón, una mujer baja y gorda, de tez morena y pelo negro y largo, caracterizada como las mucamas de las novelas, con su delantal azul con delantal blanco de broderie, cosido en la misma prenda, acomodaba medias, bombachas y calzoncillos secos que recién había sacado de la soga que atravesaba toda la terraza y en la que aún quedaban broches sueltos, y cómo me molestan los broches vacíos en las sogas. Son como esos comentarios que están de más, como palabras dichas sin sentido.
Yo con todo mi amor, le daba de comer a Rey en la boca, con un tenedor de plata, del juego de vajilla de cuando su abuela se casó, trozos de salamín, cortados en pedazos ni muy grandes ni muy chicos.
A Rey, como si fuera el producto de una alergia, se le ponía la cara cada vez más colorada, y todo él se iba convirtiendo en un pelirrojo intenso, con una dentadura grande, blanca, perfecta. Y por qué no me avisaste que también eras alérgico al salamín, además de al aloe vera, lo retaba yo.
Rey se iba escaleras abajo y como por arte de magia, yo aparecía en un auto que recorría con marcha lenta las calles oscuras de Devoto. Era un Taunus verde seco, del año 1975.

Al final, después de pensarlo un rato, me decidía y lo llamaba a Tito, el arquitecto que se enamoró de mi cuando el sábado pasado, volvía de caminar en la plaza y me detuve en la puerta de la mercería a charlar con Susana. Dale mi tarjeta a tu amiguita, le rogó. Para ella, que él sea separado y con dos hijos, es un problema, sin embargo a mi eso, es lo que más me gusta. Desde que tengo uso de razón que digo que voy a terminar juntada con un separado con hijos. El tema del nombre está difícil. No puedo amar a alguien si no me gusta cómo se llama. Y él, no es que tenga nombre feo, pero tiene nombre de grande. Tito, será Roberto?
Negrita, que sorpresa, dijo cuando me atendió. Y el "Negrita" funcionó como un ondazo que mató mis ganas de seguir hablando. No pretendo que me respete como a la reina de España pero el Negrita, Gordi, o sea cuál fuere el apodo que usen y que intente, aunque tirada de los pelos, demostrar una confianza que todavía no tienen, me molesta tanto como cuando me entra en los ojos la espuma de limpieza facial o la crema para tapar imperfecciones. O cuando el rimmel se me corre y me mancha acá, debajo de los ojos, qué odio.
Seguíamos a ritmo lento por esa diagonal que está cerca de la iglesia. Yo tenía un bolso lleno de cartas para entregar. Lincoln 4013. 4813. 4018. Si, era ahí. La dueña de casa está en la puerta: señora, le dejo este sobre. Ella siguió hablando con el barrendero, y fingía preocupación por temas que iban desde la inseguridad en la Argentina, hasta si a los chicos les hace mal o no el Danonino de frutilla, y desinterés hacia mi y hacia mi carta que llegaba en un sobre blanco con estampillas de colores, y acaso recibe cartas todos los días usted, que ni se inmuta.

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Yo creo que tanto sueño sin amor con Rey, Cuca doblada en dos, el pelirrojo intenso, los bizcochos de grasa, esa dentadura blanca y perfecta, las ropas hippies de papá, Tito el arquitecto, las cartas, el ronroneo de la Singer, Susy de la mercería, el show de Stand Up, los salamines, las calles oscuras de Devoto, la soga, (los broches vacíos en la soga), las cartas, la silla de ruedas, una casa que era nuestra pero no, el barrendero, la rejilla, el juego de vajilla de plata, regalo de una boda que duró tres días y un matrimonio que persistió cien años, las hojas secas en la rejilla, la terraza, la diagonal de la iglesia, las pistolas de colección del padre de Rey, mi malla blanca, la ventana de la terraza, el colchón viejo con manchas de humedad, la colcha de hilo tejida a mano, el pelo de Cuca, blanco como mi malla, las medias secas, la mucama, los calzoncillos secos, su delantal azul, las bombachas secas, su tez morena, el acolchado negro y sucio y roto, y los claveles de la muerte, dan la sensación de ser algo muy complicado y rebuscado, pero no es tan así. Si te ponés a pensar es sencillo: soñar primero, escribir los sueños después.
Asi estamos.