sábado, 5 de enero de 2008

Sueño obsesivo

Recién me despierto, con este sueño en mi inconsciente nocturno. Con mucha sed y ansias de que haya vuelto la luz. Intento con mi velador: si, volvió (felicidad). Enchufo la heladera; que fea es la lechuga caliente. Tomo agua para aliviar este calor en mi garganta, y escribo esta historia que aún remolonea en mi cabeza dormida:

Era una casa de dos pisos: la planta alta era mi actual departamento, y la planta baja parecía más un bar que un living, por la distribución de las mesas, que estaban separadas. Era raro: entre los muebles antiguos y con vitrinas por donde se podían ver vasos, copas, floreros, souvenires inservibles de vidrio (la sirenita, el duende, la regadera), estaban las mesas, de plástico blanco, estilo "mueble de jardín", vestidas con mantelería italiana y cintas de raso rosa como si fuera una fiesta de quince.

Había personas como en una reunión, como en un cumpleaños muy informal. Vestían ropa de día de quinta o de club: shorts, musculosas, ojotas de goma, vestidos chorreados por sus pelos que todavía no se habían secado después de la pileta, o la manguera, quién sabe...............abrían sus bolsos y salía olor a shampoo, mezclado con jabón, mezclado con la humedad de la malla, aún mojada, mezclada con el jamón del sandwich que se habían llevado para comer al mediodía, varias horas atrás. Que mal me ponen las migas de pan adentro de un bolso.

Entre esas personas, estaba la hermana de Pola, una maestra mía de la escuela primaria, con su marido y sus hijas que se llevaban varios años de diferencia: la mayor parecía de doce o trece años y la más chica era un bebé de pecho. Ella la acunaba en sus brazos lánguidos y bronceados. "Ella tuvo anorexia", decía Feli, mi amiga de toda la vida desde otra mesa. Feli fue o es bulímica, por eso reconoce como una experta los problemas de la alimentación reflejados en los cuerpos, (ajenos). No se la veía feliz, ni siquiera contenta, con esos brazos de huesos que en lugar de cobijar a su bebé, lo pinchaban, como si fueran las pinzas metálicas y frías de un robot y no las manos amorosas y cálidas de una madre.

Yo iba y venía entre la planta baja y el primer piso. Subía y bajaba las escaleras de madera clara, con ropa de fiesta colgada en perchas y protegida debajo de esos plásticos que te dan en la tintorería. A algunos bebés le ponen esos plásticos en los cochecitos, cuando hace frío o llueve. Me da claustrofobia.

En el primer piso, y del lado de adentro, con la cara pegada a la persiana, yo presionaba en un tick descontrolado la llave de la luz del balcón. La encendía y la apagaba, la encendía y la apagaba, sin control. Como hacía Feli cuando comía. O cuando come. Bajaba y volvía a subir, (dejando a la gente reunida abajo), para chequear el haberla apagado bien.

Cuando la obsesión y el cansancio de recorrer escalones hacia arriba y hacia abajo, estaba por desesperarme, me desperté. Antes de abrir los ojos pude ver que la luz del balcón quedaba apagada. Hubiera sido tremendo si quedaba encendida. No había manera de volver atrás.

Y las obsesiones, si no mueren, te matan.