Anoche dormí en la tierra de mi infancia (que es un poco, la tierra de mis sueños): acostada, totalmente atravesada entre el pasto y ese camino de lajas que iba desde la galería hasta la medianera del fondo.
En la pileta había poca agua, y podrida, como todos los inviernos. Albañiles, pintores y jardineros trabajaban rasqueteando no sé qué cosas y podando la enamorada del muro, que a pesar de ser atacada con esas tijeras grandes que parecen capaces de arrasar con todo lo que encuentran, se aferraba con más amor que nunca a su hombre de cemento.
Una canilla goteaba en la cocina (en qué cocina no pierde una canilla).
En unos de los cuartos de adelante estaban reunidos hombres de negocios, trajeados de gris y con portafolios negros. Y al lado de ellos, en otro cuarto, una actriz muy conocida y bonita se probaba vestidos largos de fiesta y zapatos con tacos altísimos y detalles en brillantes.
Volviendo "al fondo", después del camino de lajas, se llegaba a "la casita": la de los juguetes, los disfraces y los secretos. Ahí no me animé a entrar.