Yo llegaba al aeropuerto, con el tiempo justo y cuatro valijas. Máximo podían llevarse "dos o a lo sumo tres bolsos por persona, señorita", dijo el maletero antes de decir buen día.
Yo intentaba explicarle y convencerlo de que llevaba cuatro bolsos, y no dos, para que no se reventaran los cierres, que estaban falseados y continué alegando, sin éxito, que perfectamente todo lo que había dentro de ellos entraba en dos pero por si acaso yo había preferido repartir mis cosas en más cantidad de bultos.Mientras él intentaba pasar mis pertenencias de un bolso a los otros tres, y asi lograr un bulto menos, yo buscaba en mi bolso de mano, el quinto entonces, mis documentos y el pasaje.
Al abrirlo me daba cuenta de que ni siquiera lo había preparado antes de salir y en ese bolso, negro y sucio, encontraba todas estas cosas inservibles:
Un mate viejo y roto que perdía por los costados al llenarlo, y una bombilla.
Un vaso térmico plateado.
(Todo esto en bolsas de plástico, blancas y con manijas, que estaban pegoteadas por el paso de los años).
Una cajita de fósforos que una mujer que fue novia de mi papá en los comienzos de la separación con mi mamá, le había traído a él de un viaje a la India. A la cajita le faltaba esa parte tan fundamental que es la lija a donde uno "raspa" los fósforos para encenderlos.
Un paraguas. Verde. Y roto.
Un pañuelo de seda, floreado, muy gastado también, que yo llevo en cada viaje como amuleto de la suerte.
"Alguien tiene algo que declarar antes de viajar?", preguntaba un comandante o un policía o alguien de seguridad del aeropuerto. Yo me quedé callada, pero tenía temor de que al pasar por el control, mi disco lumbar artificial hiciera sonar el detector de metales y ellos pensaran que yo llevaba droga en mi columna.
"Hay que decir todo", decía la integrante femenina de una pareja que estaba en la fila, unos lugares atrás mio. "Si, todo", recalcaba él, mochilero alto, de pelos largos y rubios que invitaban a acariciarlo. Y concluía: "Si no, quedás pegada".