miércoles, 5 de noviembre de 2008

Sueños ensamblados

Lorena P. daba a luz a su primer bebé, pero finalmente, en la cuna que estaba a los pies de su cama de hospital, y con pulsera blanca como llevan todos los recién nacidos, había un perro. La tirita de plástico blanca decía Boby, 1-10-08. Ella gritaba como una condenada y se agarraba la panza a la altura del elástico de la bombacha. Le dolería la herida de la cesárea, no creo que haya dado a luz a un perro por parto natural.
Una de esas revistas "amarillas", tipo Caras o Gente, quería si o si, tener la primera nota con la madre primeriza y su hijo-perro, pero no estaban dispuestos a pagar los millones de dólares que el representante de la ex gordita de la televisión pedía. Ok, mentía él, jeans, saco de traje azul con botones dorados de marinero, mocasines sin medias, al mejor estilo Julio Iglesias: o pagan la suma que nosotros pedimos o le vendemos la nota a esas dos revistas de España que no paran de llamarnos desde que el perro dijo el primer "guau".

A mi me estaban por operar por segunda vez de la columna. Ya estaba lista, sentada en un rincón de esa habitación llena de cunas, madres, gritos de trabajo de parto, camas de caño blanco, muchos ambos verdes y celestes. Ya me había bañado con Pervinox líquido envase amarillo, y de mi piel emanaba un olor penetrante, tipo el Espadol que usaba la abuela cuando se le infectaban las piernas. El pelo recogido (la cofia todavía no me la habían puesto), con mi bata estampada con flores chiquitas y de colores.

Todos los medios de comunicación, transmitían en vivo y en directo desde la puerta de la clínica. Y la gente se iba a acercando para ver la cantidad de arreglos florales, canastas con productos para bebés, y paquetes de regalos, que llegaban para el cóquer negro recién nacido.
Papá miraba los noticieros desde casa, y no entendía cómo, mientras su hija, que ya casi no podía caminar y estaba a punto de ser metida en un quirófano para ser abierta al medio, había gente que tuviera interés en el hijo-perro de una chica que nadie sabe cómo, sin estar enferma, había adelgazado tantos kilos, y pasó de ser la gordita de la televisión, a la flaca que con más de treinta años compra ropa en casas de adolescentes y tiene cuerpo de nena de doce años.

(Yo sé porque esa chica, mientras camina en la cinta del gimnasio tiene un chupetín en la boca, le decía esa chiquita de trenzas largas a su mamá. Porque como no come se marea).

Candela se hacía la Nazarena Vélez y los labios colagenados en exceso le cambiaban tanto la expresión, que ya no se sabía si era una mujer, un pájaro, una tortuga, o una mezcla de todas esas cosas juntas.

Llegó el camillero y me llevó al subsuelo a donde más allá de los gabinetes en los que te dan el primer pinchazo con la anestesia, están los quirófanos. Mientras el médico me ataba el brazo con la gomita para hinchar la vena y me decía, abrí y cerrá el puño, intentaba distraerme contándome de la época en la que fue disc jockey en Punta del Este y bla bla bla, y a mi se me mezclaba el Padre Nuestro con Queen, y el Ave María con otra de sus anécdotas, "porque a los boliches en los que yo pasaba música iban siempre el negro Olmedo con el gordo Porcel, Moria, la negra Noemí Alan............un monumento era Moria". Y yo casi no lo escuchaba, porque ya estaba tan relajada y semi dormida, que adentro de mi sueño, tuve otro:

Un artista mexicano dibujaba sobre mi piel una mujer invertida con una boca enorme, carnosa y en un rojo intenso. Unos ojos claros que miraban hacia el cielo en un gesto de gratitud, como diciendo "qué maravilla la luna" o "mirá vos cuántas estrellas". Desde mi sexo hasta mis tobillos, su cabellera rubia, tupida y con rulos. En uno de mis senos, una jarra plateada de la que caían gotas de agua color azul.
Él con su vincha negra, y yo con mi sonrisa blanca, nos paseábamos entre los invitados. Yo me sentía como una novia entrando a la iglesia. Caminaba descalza guiada por él, mi artista, que me llevaba de la mano. Sentía que levitaba, y las voces de la gente llegaban a mis oídos como una melodía embriagadora. Algo así como vino dulce, mezclado con caramelos masticables de chocolate y de café, de esos que hay en una bolsa de nylon en la bodeguita de casa. Siempre como. Siempre los termino. Y siempre vuelve a haber más. (Yo no los compro).
Una vez en la tarima, y rodeados de sogas para que la gente lo dejara a él terminar tranquilo con su obra, yo me afirmé a la tierra y le guiñé un ojo al chico de seguridad que miraba desde el primer piso, como diciéndole "está todo bien".
Cuando nos tuvimos que trasladar a lucir el boceto a la calle, seguí sonriendo pero apreté la mano de mi artista con fuerza y le dije: si vamos presos te mato. Y él, chocho de la vida con continuar la obra de arte en el móvil policial y terminarla en la comisaría. Pero qué arte ni ocho cuartos detrás de las rejas, le dije ésta vez más fuerte, y le repetí: si vamos presos te mato. Pero los policías estaban encantados con la mujer invertida dibujada sobre mi cuerpo, y en lugar de sacar sus pistolas, al contrario, las guardaban, y a cambio no paraban de disparar, pero flashes, con las cámaras fotográficas de sus modernos teléfonos celulares.
Como intentando tapar con su voz la música que no acompañaba para nada la situación que estábamos viviendo, la animadora del evento gritaba sin necesidad, porque para eso tenía micrófono, y anunciaba con fervor, que en la avenida más importante de Ramos Mejía habían cortado el tránsito para hacer un body painting en vivo, y relataba entusiasmada cómo iba quedando el diseño sobre mis tetas, mi panza, mis muslos, mi culo.

El sonido de las ruedas metálicas de la camilla, contra el piso de cerámicos crudos con pintitas blancas, me sacó de mi sueño de arte. Sonaban teléfonos a lo lejos, las enfermeras decían permiso, permiso, de manera casi desesperada, mi mamá le avisaba a alguien que yo ya estaba volviendo a la habitación, un médico informaba: la operación fue un éxito, estamos todos muy contentos.
Yo estaba mareada y quería vomitar. Mi hermana tocó mi cabeza y en lugar de sentir placer como siempre, le respondí casi ladrando. Como el perro recién nacido de Lorena P, y Candela, convertida en una Nazarena colagenada, decía de manera firme, con determinación: dejen a Boby tranquilo y traiganlé un hueso urgente. Se está muriendo de hambre.